El
cuchillo va escondido porque no forma parte del atavío y sí del cuerpo
mismo; participa del hombre más que de su indumentaria y hasta de su
carácter más bien que de su posición social. Su estudio corresponde
mejor que a la heráldica y a la historia del vestido, a la cultura del
pueblo que lo usa: es el objeto más precioso para fijar el área de una
técnica.
Es
un adorno íntimo, que va entre las carnes y la ropa interior; algo que
pertenece al fuero privado, al secreto de la persona, y que sólo se
exhibe en los momentos supremos, como el insulto; pues es también una
manera de arrancar una parte recóndita y de arrojarla fuera. Exige el
recato del falo, al que se parece por similitudes que cien cuentos
obscenos pregonan; quien muestra el cuchillo sin necesidad es un
indecoroso.
El sable presupone el duelo; el cuchillo es para el duelo a pie. Dijo Lugones:
Con el patriótico sable
ya rebajado a cuchillo.
Por
su tamaño impide que nadie tercie en la lucha; está indicado que el
lance tiene intimidad y que excluye al testigo y al intercesor. Si es
arma, lo es tan temible como cualquier objeto que sólo se emplea como
tal eventualmente; no tiene la forma entera de arma cuyo destino
delimita el uso exclusivo; y tampoco porque sólo falla cuando falla el
brazo, de donde la seguridad en sí mismo es la eficiencia de esta punta
de acero en que concluye el ímpetu. Ninguna da, como el cuchillo, fe
en sí después de la victoria; el vencedor siente que la victoria es más
del mango que de la hoja. Todo el mango cabe en la mano cerrada que lo
oprime hasta el mismo nacimiento del filo; tiene la forma justa para
ser asido, y aun cuando ello es peculiar de las armas que se empuñan,
ninguna otra es tan para la mano sola; mandíbula cerrada con fuerza es
la mano abarca el cabo, y así acentúa la intención en el colmo de la
fuerza concentrada. La mano lo percibe en la esgrima como a la misma
voluntad en punta, pues no exige que se piense en él, ni en lo que se
conoce de él a título de técnica.
El
tajo certero puede gloriar toda la existencia de quien lo aplica;
siempre recordó Necochea la vez que, atravesando una tropa enemiga, a
caballo y en pelo, cercenó hasta la columna vertebral, que era la proeza
en el arte del degüello, a un godo que se le enfrentó. Rosas lo
consideró instrumento de proselitismo e hizo un rito de su uso;
prohibió llevarlo en domingo; y Darwin cuenta cómo Rosas se hizo
castigar cierta vez que, por descuido infringió sus propias órdenes.
Rivadavia prohibió terminantemente que se lo usara, con lo que también
por ese lado atacó un aspecto de la religión. Decretaba la supresión de
una orden.
La
vaina arrebata el cuchillo al mundo; el cuchillo envainado está
sustraído al mundo de la muerte. Es un utensilio en reposo, aunque
nunca permite el ocio completo; tiene del sueño enigmático del felino.
Debajo de la almohada es el perro fiel, y en la cintura el ojo occipital
de la sospecha, de esa mitad del hombre que está a su espalda. Es más
que el dinero en el bolsillo y que la mujer en la casa: es el alimento
en cualquier lugar, el reparo del sol y de la lluvia; la tranquilidad
en el sueño; la fidelidad en el amor; la confianza en los malos
caminos; la seguridad en sí mismo; lo que sigue estando con uno cuando
todo puede ponerse en contra; lo que basta para probar la justicia de
la fama y la legitimidad de lo que se posee.
Da
autoridad porque en manos del obrero es competencia sin dejar de ser
instrumento de justicia y libertad. Con él puede el individuo, según la
frase de Alberdi, "llevar el gobierno consigo". No en vano el nombre
del cuchillo significa también derecho de gobernar y de juzgar.
Por
él se percibe a través del brazo u el corte anatómico, el estertor de
la víctima; y por la sangre que moja la mano, la agonía caliente, el
derrame de la vida y la afirmación de la existencia personal. Es el
arma corta que dificulta la ayuda; el yo mineralizado y objetivo
librado a su suerte, a su sino, sin azar; el arma individual, el arma
del hombre solitario.
Sirve,
naturalmente, para subrayar la razón, para hablar con sinceridad, y en
las manos infantiles del niño y de la mujer, es dócil a la tarea
doméstica. Corta el pan y monda la fruta, pero es peligroso llegar al
secreto de su manejo y al dominio de su técnica completa. El
conocimiento de su "arte cisoria" es fatal, como el de hacer un buen
verso; se llega por ahí hasta donde no se quisiera. Sirve para matar, y
particularmente para matar al hombre, del que exige determinada
proximidad de cuerpo a cuerpo, eliminando cualquier ventaja, cualquier
impunidad por alejamiento. Es la síntesis de todas las herramientas que
el hombre manejó desde sus orígenes. Ameghino encontró cinco clases de
cuchillos diminutos, de piedra, en nuestra pampa.
Es
la única arma que sirve para ganarse el pan con humildad y la que en
el rastro de sangre adherida denuncia el crimen. Es en ocasiones más
rápida que el insulto y muy difícil de medir o graduar en la agresión,
porque cuando el alma puede retractarse, la mano ya cumplió el primer
impulso, inconsciente; por lo cual diríamos que resulta más veloz que el
pensamiento y más próxima a la voluntad que el pensamiento mismo.
Entra hasta el puño; el índice y el pulgar tocan el cuerpo. Ese
contacto que bastaría para perdonar, indica lo consumado sin remedio.
Tiene,
el cuchillo, el tamaño de la parte de la hoja que queda adherida al
pomo, a disposición del duelista, cuando salta la espada rota: el trozo
fiel del arma es eso que sigue firme, el pedazo seguro. Al quebrarse,
pierde lo que pertenecía al azar, a la fábrica, al obrero que la hizo;
lo que salta, roto, pertenece al metal y es el exceso. El cuchillo
tiene un tamaño sin exceso, nada de azar ni de extraño, que es lo que se
le ha suprimido justamente.
El
sable, el florete, manejados con rapidez, ofrecen al puño la
resistencia de su longitud; hay una fuerza inerte según la velocidad y
la trayectoria de la punta, que exige a la muñeca que los someta al
juego y los haga ceder a la intención, mientras que en el cuchillo la
fuerza va de la mano al extremo, sin que la hoja presente oposición
sensible al impulso. La espada tiene su escuela y su estilo; el
cuchillo es intuición, autodidáctica. El maestro no puede enseñar nada
al discípulo; todo se aprende con el ejercicio, visteando, si se posee
el indispensable don innato y el coraje. Es tanto el arte de la mano
como del ojo. El lance a cuchillo como exhibición carece de sentido (no
es un espectáculo: es una intimidad), mientras que en el juego de la
espada y del florete, la exhibición es el verdadero fin. El cuchillo no
admite el simulacro; y rara vez el juego como simple demostración
festiva. La única suerte de exhibición del cuchillo, la clavada,
repugna a la índole de esta arma, en cuanto debe soltarse de la mano,
arrojarse y dirigirse con puntería; todo lo cual es extraño a su
finalidad y naturaleza. Inclusive la puntería, que exige el punto fijo,
la frialdad en el pulso y hasta el raciocinio; siendo que la agresión
es dirigida, en la pelea, a un punto cualquiera del cuerpo, según lo
ofrezca vulnerable el adversario. Y aun en ello no hay nada del pulso,
de la fría intención, sino del golpe de vista, de lo espontáneo, de lo
intuitivo, de lo que brota con la instantaneidad inconsciente de ese
movimiento opuesto e indescriptible, que en el animal perseguido se
llama gambeta y que también existe en su puro valor de defensa en el
hombre agredido.
Hasta
la punta misma del cuchillo actual llegaba en la espada lo inherente
al dueño, lo que formaba unidad leal con el brazo. Al acortarse hasta
ahí dejó al hombre librado a su fuerza, a su arte y a su destino. Esa
parte es, además, la seria, la inclemente; la finta estaba en lo que ha
perdido de longitud. No queda ya apelación a lo imprevisto ni a la
teoría.
Así
pequeño puede llevarse entre las ropas y entonces adquiere el mérito
de un amuleto junto a la carne. Como utensilio "interior" participa de
lo mágico. Su fidelidad se siente paso a paso en la marcha pedestre y
es la compañía de la pierna. Se lo puede llevar en la cintura, que es
la altura del cuerpo en que los brazos descansan con naturalidad. Al
costado va el ancho y corto de desollar. El que se lleva a la espalda,
señalándose bajo la ropa, agazapado, es el peligroso; cuchillo del
domingo, el prohibido. Del cabo puede colgarse el rebenque, porque el
cabo es todavía la mano.
Es
raro el suicidio con él; es un arma del hombre para afuera, de la
empuñadura hacia la punta; no se vuelve contra el amo, como el perro,
que es lo que se le parece más. Puesto que toma sentido supersticioso en
lo que tiene de amuleto, es propicio por excelencia. La hoja desnuda
es la advertencia del peligro; declara la anchura de la herida y su
profundidad; es en el aire como la medida metálica del agujero en la
carne; hay entre el acero y la carne una misteriosa correspondencia,
que es cortar, y hasta entrando en la vaina previene que puede herir.
La sangre deja limpio el acero, pero se acumula y oscurece en el lugar
en que la hoja se une al cabo (donde lo que participa del mundo se une a
lo que pertenece a la mano); o se la embebe el mango, si es de cuero o
de pata de ciervo.
Ezequiel Martínez Estrada
Radiografía de La Pampa 1933.
Ezequiel Martínez Estrada, fue un escritor, poeta, ensayista,
crítico literario y biógrafo argentino. Recibió dos veces el Premio
Nacional de Literatura, en 1933 por su obra poética y en 1937 por el
ensayo "Radiografía de la Pampa".