El fiyingo
es un cuchillo pequeño, de uso y portación diaria, algo asi como el verijero, diríamos,
posee una hoja delgada (en comparación
con un cuchillo de mayor tamaño) y alargada...estilizada.
De donde
viene su nombre? Se supone que fiyingo, viene de fillingo, deformación del portugués
Fliho (hijo) y el diminutivo, "hijito" forma 'cariñosa' de referirse
a un cuchillo chico, y ya sabemos que tan cariñosos somos los criollos con
nuestros filos.
En concreto,
estamos hablando de un cuchillo con una hoja de no más de 18 centímetros. Si
bien puede ser una hoja chica que con mango y todo terminara portando unos 25 centímetros,
puede ser grande?, pero puede ser que efectivamente sea un fiyingo, hay cuchillos
más grandes ciertamente, los detalles en claro sería un cuchillo pequeño, que
se porta de manera oculta, con fácil desenvaine, hoja estilizada, y con fines
de pelea, de la defensa a la pelea…ese es el fiyngo.
La Portación.
Se portaba
en la sisa del saco, chaleco, en una sobaquera con tientos o simplemente en un
bolsillo, lo importante era que no se note y que al salir, salga cortando.
El "mito urbano", no tan
mito.
Hasta 1957
existían en la porteña Buenos Aires, los llamados edictos policiales, entre
ellos uno, específicamente reprimía la "portación de arma blanca"
cuya hoja excediera los cuatro dedos. Ello porque se consideraba la medida
necesaria para interesar un órgano vital. Esto se aplicaba a toda pieza de
hoja, plegable o fija. Cuando los edictos fueron derogados por la llamada
Revolución Libertadora, se los incluyo en un Código Contravencional, casi sin
modificaciones, esta es una de las historias de las que se habla el porqué de
un cuchillo pequeño y oculto, en esos malevos de principio de siglo.
Y de yapa un
cuento de Borges donde adivinen que cuchillo anda por ahí…
El Hombre de la esquina rosada.
Por Jorge Luis Borges (1899–1986).
A Enrique Amorim
A mi, tan luego, hablarme del finado
Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque el
sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y
la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero
es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a
dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A
ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése nombre,
pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa
Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don
Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más
paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los
perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo
dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasíenta;
la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta
el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condicion
de Rosendo.
El Hombre de la esquina rosada por Breccia |
Parece cuento, pero la historia de
esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno
hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de
barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele
guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros
sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el
medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a
matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la
capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de
tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende
tempraño en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el
camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por
la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo
también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal,
así que no faltaban músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal
baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a
todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero
había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.
El Hombre de la esquina rosada por Breccia |
La caña, la milonga, el hembraje, una
condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón
que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más
feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la
intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y
nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversion estaban los hombres, lo
mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que
ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más
cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender
a mi cuerpo y al de la companera y a las conversaciones del baile. Al rato
largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un
silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro.
El hombre era parecido a la voz.
Para nosotros no era todavía
Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y
una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que
era aindiada, esquinada.
Me golpeó la hoja de la puerta al
abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha,
mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del
chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El
hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como
despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo
del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió,
siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin
ver. Los primeros —puro italianaje mirón— se abrieron como abanico, apurados.
La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y
antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo
que tenía listo. Jue ver ése planazo y jue venírsele ya todos al humo. El
establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un
cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le
tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras
cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como
riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido
para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con
apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El
Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de
chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló
cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el
antebrazo y dijo estas cosas:
—Yo soy Francisco Real, un hombre del
Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a
estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un
hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno
que tiene mentas de cuchillero , y de malo , y que le dicen el Pegador. Quiero
encontrarlo pa que me enseñe a mi, que soy naides, lo que es un hombre de coraje
y de vista.
Dijo esas cosas y no le quitó los
ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija
lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que
empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta
del milato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.
En eso, oigo que se desplazaban
atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la
barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote
entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y
tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar
a tallar si el juego no era limpio.
¿Qué le pasaba mientras tanto a
Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin
alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al
fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra
punta del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo
y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera
lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el
carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y
le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dió con estas palabras:
—Rosendo, creo que lo estarás
precisando.
A la altura del techo había una
especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió
Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe
hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el
Maldonado. Yo sentí como un frio.
—De asco no te carneo —dijo el otro,
y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó
los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:
—Dejalo a ése, que nos hizo creer que
era un hombre.
Francisco Real se quedó perplejo un
espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le
metieran tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailaramos. La
milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero
sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito:
—¡Vayan abriendo cancha, señores, que
la llevo dormida!
Dijo, y salieron sien con sien, como
en la marejada del tango, como si los perdiera el tango.
Debí ponerme colorao de vergüenza. Dí
unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el
calor y por la apretura y jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche,
¿para quien? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de
guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentre a amargarme de que
las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dió coraje
de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y
lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en
más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería
salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era
Rosendo, que se escurría solo del barrio.
—Vos siempre has de servir de
estorbo, pendejo —me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno.
Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más.
Me quedé mirando esas cosas de toda
la vida —cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un
caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos— y pensé que yo era apenas
otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas.
¿Que iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el
castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto
más aporriao, más obligación de ser guapo.
¿Basura? La milonga déle loquiar, y
déle bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al
ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de
otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto,
pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían
dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto.
Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era
cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor
ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a volver, seguía como
si tal cosa el bailongo.
Haciéndome el chiquito, me entreveré
en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los norteros
tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero si recelo
y decencia. La música parecia dormilona, las mujeres que tangueaban con los del
Norte, no decían esta boca es mía.
Yo esperaba algo, pero no lo que
sucedió.
Ajuera oimos una mujer que lloraba y
después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si
ya no juera de alguien, diciéndole:
—Entrá, m’hija —y luego otro llanto.
Luego la voz como si empezara a desesperarse.
—¡Abrí te digo, abrí gaucha
arrastrada, abrí, perra! —se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la
Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola alguno.
—La está mandando un ánima —dijo el
Inglés.
—Un muerto, amigo —dijo entonces el
Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos
todos, como antes, dió unos pasos marcados —alto, sin ver— y se fue al suelo de
una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le
acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos
entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y
ennegrecia un lengue punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina.
Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El
hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los
brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió
hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que
en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa
puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿Ouién le
iba a creer?
El hombre a nuestros pies se moría.
Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin
embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el
mate dió Ia vuelta redonda y volvío a mi mano, antes que falleciera. “Tápenme
la cara”, dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no
iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso
encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del
chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se
animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los
hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el
Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
—Para morir no se precisa más que
estar vivo —dijo una del montón, y otra, pensativa también:
—Tanta soberbia el hombre, y no sirve
más que pa juntar moscas.
Entonces los norteros jueron
diciéndose un cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después.
—Lo mató la mujer.
Uno le grito en la cara si era ella,
y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé
como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban,
para no decir todos. Dije como con sorna:
—Fijensén en las manos de esa mujer.
¿Que pulso ni que corazón va a tener para clavar una puñalada?
Añadí, medio desganado de guapo:
—¿Quién iba a soñar que el finao, que
asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y
en un lugar tan enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae
alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?
El cuero no le pidió biaba a ninguno.
En eso iba creciendo en la soledá un
ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su
razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar
el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que
pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo
levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo
aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo.
Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso,
después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y
sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron las
vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La
Lujanera aprovechó el apuro para salir.
Cuando echaron su vistazo los de la
ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas
habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos
postes de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados
finitos no se dejaban divisar tan temprano.
Yo me fui tranquilo a mi rancho, que
estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó en
seguida. De juro que me apure a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges,
volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el
chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba
como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.
“Hombre de
la esquina rosada” pertenece al libro Historia universal de la infamia (1936)
Fuentes:
Jorge Luis
Borges, Historia universal de la infamia (1936)
Alejandro
Fuertes, Esgrima Maleva (2016)
www.faconchico.com
y obviamente una profunda investigacion personal.
¡Excelente trabajo de investigación personal Jorge! Gracias a vos no viene mal recordar a Borges con esa tan genial obra. ¡Un abrazo, Saludos!
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